sábado, julio 29, 2006

SOBRE SONNY ROLLINS.

SONNY ROLLINS EN VUELO
Sonny Rollins lleva más de medio siglo tirando de un hilo invisible. Con él ata cabos que él mismo se entretiene en desatar, ovillando la madeja sin descanso y devanando la hebra adelante y atrás, buscando que el principio y el fin después de mil vueltas vuelvan a encontrarse. Esa es la impresión de su directo: un hilo invisible reúne, desde el ademán ciclópeo de su tenor, los fragmentos del rompecabezas de su vuelo sin acompañamiento con la largueza de su incontenible fogosidad melódica y la argamasa de una memoria prodigiosa. Hay un deseo evidente de comunicar en este devaneo torrencial, en este zigzag ambulante que se desprende de su tenor, mientras él mismo se desplaza por el escenario en movimientos quebradizos y angulosos, apuntando hacia el techo o recogido hacia el suelo en difícil escorzo. En realidad lo que Sonny Rollins parece perseguir es su propia sombra. Y lo hace, desde siempre, de forma terca y obsesiva, hasta el punto de haber generado un ritual privado, una personalísima y experimentada ceremonia de largas introducciones, de enunciaciones rotundas y de un caudal improvisatorio en el que navegan en difícil equilibrio las citas inesperadas y que parece bordear en todo momento los límites armónicos del material sin agotarlo y sin hacerlo por tanto claustrofóbico como sí pudo hacerlo en más de un momento de su carrera su alter ego John Coltrane, cuya desaparición temprana privó a Rollins de su más estimulante contendiente.
Así lleva desde el principio, sin dejar de tirar del hilo invisible. Hubo críticos sesudos, ya en los cincuenta, como Gunther Schuller y más tarde Martin Williams, que consiguieron desvelar la lógica interna del torrente espontáneo de sus improvisaciones, analizando fórmulas temáticas de increíble precisión estructural. “Blue Seven”, de Saxophon Colossus, es quizás la grabación en la que más se cebaron los críticos en su afán incisorio a la búsqueda del hilo transparente. Conviene escuchar esta grabación, de tanto en tanto, con o sin método, para mantener alerta nuestra disposición a seguir el entramado de tema y variaciones al que nos somete el mejor Rollins. Cualquiera de nosotros, a la escucha de “Blue Seven”, puede imaginar el curso del hilo transparente, cualquiera puede apuntarse a la proeza de descubrirlo, basta dejarse llevar por su vuelo torrencial con los oídos bien abiertos.
Theodore Walter Rollins nació en Nueva York hace 76 años. A su ciudad y a las víctimas del 11 de septiembre está dedicado su último disco, “Without a Song: The 9-11 Concert”. No se trata del gesto oportunista que vaya buscando una fácil adhesión. Se trata, ni más ni menos, de un acto reflejo. Él vio caer las torres desde su apartamento del sur de Manhatan situado a unos pocos metros del desastre y de allí tuvo que ser evacuado de urgencia un par de días más tarde acompañado de dos agentes de rescate ante el peligro de derrumbamiento de su propia vivienda y con el saxo en la mano como único equipaje. Para cuatro días después del tragedia tenía concierto en Berklee, Boston, y de inmediato se le planteó el dilema de si abandonar o no el compromiso. Aunque su primera reacción fue la de dejarse llevar por la turbación, terminó por ofrecer el concierto en la fecha prevista. La grabación discográfica del directo ha quedado finalmente como testimonio sonoro de una conmoción histórica. Alguien habrá aprovechado la anécdota para recordarnos que Sonny Rollins es un superviviente. La asociación de ideas es desde luego abusiva, pero no por ello se puede dudar de que el saxofonista ha sobrepasado, desde hace ya décadas, su propia condición histórica para instalarse en un estatus olímpico. Ningún artista de jazz en activo lleva sobre sus espaldas esta condición mítica de una forma tan determinante. Rollins es el superviviente de todas las mareas, el bop de los comienzos, el hard bop de los años frenéticos, el acercamiento a la new thing, los coqueteos con el pop y el jazz de estadio, la notoriedad que no descansa, el análisis metódico de sus improvisaciones sin método, sus crisis y espantadas, sus famosos años sabáticos, las acusaciones de inercia en su elección de acompañantes y de materiales, la celebración de una fogosidad y de una inventiva que parecen inagotables. Quizás parecen inagotables porque Rollins no ha inflacionado su celebridad. Desde que tomó el mando de su vida artística, es extremadamente selectivo con sus decisiones: graba cuando le apetece, y toca cuando quiere y donde quiere. Sus apariciones en Europa son cada vez más raras y por ello más esperadas, como ahora en Vitoria, y todavía es posible verle en algún club neoyorkino y no necesariamente de jazz. Es un hombre de interaccíon, de directo, de escenario en combustión. Él mismo admite que en estudio puede llegar a sentirse como un animal salvaje atrapado al vuelo. También en eso es un superviviente. Reduce sus fórmulas, del cuarteto al trío, del trío al dúo, del dúo al solo absoluto, en interacción consigo mismo “¡Dejadme solo!”, parece gritar al igual que la portada del disco de Michel Portal, otro cazafantasmas prodigioso. En realidad Rollins es un superviviente del día a día: en cada solo que consigue rehilar, Rollins renace abrumador y majestuoso. ¿Qué busca en sus excursiones solitarias de manera tan tozuda? Decir que persigue su propia sombra es una forma de decir que persigue un imposible, pero también la frase nos sugiere que es capaz de reírse de si mismo, incluso desde su pedestal de mito, con una humanidad cáustica y quebradiza, impredecible y calurosa. Su primer empleo fue con una orquesta de rhythm&blues, y eso marca para siempre: la música pertenece a este mundo, tiene cuerpo y transpira sudor, aunque se deje atrapar con tanta dificultad como una sombra. La rotundidad física de su sonido es lo primero que se impone, y desde ese momento lo imposible se hace en su saxo materia carnosa, emoción en movimiento.
Manuel Ferrand

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